viernes, 16 de noviembre de 2018

Aprender a ser




En la oficina se ríen de mí porque siempre me quejo del tiempo cuando me tocan visitas a los centros escolares. Pero este miércoles me reconcilié con el mundo: después de la reunión de la comisión ambiental en el CEIP La Valdavia, la niebla levantó y tuve un viaje de vuelta para disfrute de los sentidos.

Este colegio me despierta un sentimiento de admiración que me costaría describir, pero tengo la suerte de que, hace unos días, una amiga escribiera en su blog una entrada a raíz de un artículo publicado unas semanas atrás en el periódico El Mundo. La escuela más pequeña de España, en Torrecilla de la Abadesa (Valladolid), le servía de excusa a Virginia Hernández –que, además de amiga, es la alcaldesa de San Pelayo, otro minúsculo pueblo castellano- para replantearse qué les pasa a las escuelas rurales. La conclusión a la que llegaba era que, mientras se siga identificando la modernidad y la prosperidad con lo urbano, y lo cateto y el atraso con lo rural, se seguirá enviando un mensaje a la sociedad y a jóvenes docentes, que solo verán su peregrinación por los pueblos como una carrera de puntos para llegar a la meta de la ciudad.

Si Virginia se reconcilió con el mundo tras leer el artículo dedicado a una escuela con tres alumnas, cero deberes y mucho campo –cuya maestra decía “para ellas es un lujo y para mí un regalo”-, a mí La Valdavia me ensancha el alma. En este colegio hay 20 niños y niñas, la mitad de los cuales son de origen magrebí: sus padres suelen trabajar en tareas agrícolas y, sobre todo, pastoreando ovejas. Pero recién llegados, apenas hablan nuestro idioma. ¿Pensáis que el cole recibe algún tipo de apoyo para facilitar la integración de estos peques? Seguro que sabéis la respuesta. Por eso resulta aún más admirable la labor que hacen maestras como Ana o Aroa, la coordinadora de nuestro programa en el centro. Cuando llegué a la reunión, me encontré con una comisión ambiental inusual, porque estaba formada por más de la mitad de los niños y niñas del cole. Además, se habían sumado dos mamás y una concejala municipal.

Quería saber a qué les sonaba eso de la sostenibilidad, y uno de los niños me dijo que era trabajar todos juntos para salvar el mundo… ¡ahí es nada! Les dije que, igual era más realista seguir trabajando por el colegio, y me dejé llevar por sus ojos para mirar el patio y pensar qué le pasa, qué tiene o qué le falta. Salieron una batería de propuestas estupendas, de las que la concejala tomó muy buena nota por la parte que le toca.


Esta no ha sido la única visita de la semana: hemos incorporado a un nuevo centro de la capital, Maristas Castilla, que han tomado la delantera y cuando llegamos a presentarles el programa ya tenían buena parte del trabajo sobre residuos hecho.


Ese mismo día, pero un rato antes, tuvimos comisión ambiental en el Santo Ángel. Van a seguir trabajando por la energía, poniendo en práctica alguna de las medidas aprobadas el año pasado y, a la vez, profundizar en el diagnóstico del consumo analizando las facturas de luz y calefacción. Además, Paola, una de las integrantes de la delegación palentina a la IV Confint Estatal que se celebró en octubre en Alcaraz (Albacete), compartió con la comisión ambiental el trabajo, la experiencia y los compromisos que se han traído de vuelta.



Cuando le pregunté qué había aprendido allí, yo esperaba que dijera los kilómetros que recorren los tomates, por ejemplo, que me contó en el autobús de vuelta sobre el taller en que había participado; o el cálculo de las emisiones de CO2 del encuentro, por aquello de hilarlo con una posible acción de comunicación en su colegio cuando tengan los datos de consumo energético. Pero no, se puso un poco sería y, sencillamente, dijo:

                 – Ya no me da vergüenza hablar en público.

Y creo que no hace falta añadir nada más…

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