Ayer fue un día de celebraciones,
que si la Poesía, la Tierra, contra el Racismo y la Xenofobia, y además,
arrancaba formalmente la primavera. Hoy solo celebramos el Día Mundial del Agua,
un líquido inoloro, incoloro e insípido, que guarda las mismas proporciones en
nuestro Planeta desde el mismísimo día en que este se formó.
Conviene aclarar esta obviedad
porque, a veces, confundimos la velocidad con el tocino, y una cosa es que el agua sea un recurso renovable y otra que esté disponible en los lugares y
condiciones que la precisamos. También porque Jorge Manrique nos hizo un flaco
favor a quienes nos dedicamos a la educación ambiental con el famoso verso de “nuestras
vidas son los ríos que van a dar en la mar”, asociando la muerte a la
desembocadura, y así hay tanta gente que sigue viendo los ríos como una suerte
de agua desperdiciada cuando llegan a este final.
A ver, el agua tiene múltiples
funciones, básicamente, soportarnos y soportar la vida. Otra cosa es que, desde
nuestras estrechas miradas, la veamos solo como un recurso a nuestro servicio,
pero es mucho más que eso: es un bien común, el más básico, al que deberíamos
tener acceso todas las personas, y como derecho
humano reconocido por Naciones Unidas en 2010, además, deberían ser
los Estados los responsables de hacer este derecho efectivo.
Entonces, ¿por qué a estas
alturas aún hay más de 2000 millones de personas sin acceso al agua, 2300
millones sin saneamiento básico, el doble de esa cifra sin saneamiento seguro,
y cerca de 700
millones tendrán que desplazarse de aquí al 2030 por la escasez de agua?
Se llama retroalimentación, o sea, las consecuencias del cambio climático –superado
un umbral que la ciencia ha estimado en torno a los 2º C de aumento de la temperatura
media del Planeta- probablemente entrarán en una especie de bola de nieve que
pondría en serios aprietos nuestra supervivencia.
No es solo que el 80% de las
aguas residuales procedentes de diferentes actividades humanas se viertan a
ríos o mares sin ningún tratamiento, provocando serios problemas de contaminación
y, por tanto, de disponibilidad de agua para diferentes usos. No es solo que el
aumento actual de la temperatura del agua de los océanos provoque el
blanqueamiento de los arrecifes, y con ello un deterioro paulatino e
irreversible de la biodiversidad de los ecosistemas coralinos. Es que, a medida
que desaparecen las superficies heladas de áreas septentrionales, como el Ártico,
la capacidad de reflexión de la insolación solar disminuye y se acumula más
calor en la atmósfera, y eso hace que siga aumentando la temperatura, y
entonces, a los suelos congelados de la tundra les da por liberar más gases de
efecto invernadero, y si no ponemos remedio y llegasen a deshacerse las enormes
masas de agua congeladas en Groenlandia, el nivel del mar podría llegar a subir
cinco metros… ¡ciao,
vacaciones en la costa!
Y, ahora, en serio. Ha llegado el
momento de la responsabilidad ante un problema que, por más que queramos negar,
está aquí y nos obliga a tomar medidas drásticas porque no podremos vivir
dignamente en entornos completamente degradados: el cambio climático afectará
al acceso al agua, a la fertilidad de las tierras, a la producción de alimentos…
en definitiva, a nuestra propia supervivencia y a la de nuestra civilización. Claro
que, como ha sido esta, nuestra civilización, la que nos ha traído hasta aquí,
igual también nos conviene darle una vuelta a nuestra idea
de progreso…
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