jueves, 23 de enero de 2020

Bajo el bosque



"¡Qué libro tan maravilloso podría escribirse narrando la vida y las aventuras de una palabra! Sin duda, ha recibido diversas impresiones de los sucesos a los que ha servido; dependiendo de los lugares en los que haya sido utilizada, una palabra habrá despertado en diferentes personas, diferentes tipos de ideas; pero ¿no es todavía mejor considerar a una palabra en su triple vertiente de alma, cuerpo y movimiento?"
Louis Lambert, Honoré de Balzac.


Madroño en el patio del CEIP Marqués de Santillana (Palencia)

¿Quién y a quiénes le contarán que los pastores llevaban en el zurrón yesqueras para hacerse fuego? ¿O los trucos de las águilas curanderas para cuidar a sus polluelos y a sí mismas? ¿Quién sabrá algún día qué es un pelagartal? ¿A quiénes se transmitirán las recetas de cucurriles? ¿O quiénes recordarán por qué en algunos pueblos de Tierra de Campos llaman a sus gentes pellejeros?

Los malos augurios que la electrónica trajo un día al mundo editorial, afortunadamente, no se han cumplido, y lejos de vivir el declive del libro en papel, este parece sumarse al arado y la rueda, formando una trilogía de grandes creaciones humanas difíciles de superar. Y sí, podrían escribirse muchos libros –quién sabe si recuperando la corteza de abedul como papiro- para inmortalizar el alma de tantas palabras, contar los sucesos (y los procesos) que protagonizaban y los sentimientos que movían…


Tronco de abedul: su corteza, extraída en verano, se utilizaba como papiro.
Pino carrasco y ciprés de Arizona en
el patio del CEIP San Pedro (Baltanás).

Porque no es lo mismo hablar de fotosíntesis que decir “ese milagro de la naturaleza”, y mientras una te trae a la cabeza fórmulas, el ciclo de un tal Calvin y cadenas de transporte de electrones que nunca memorizaste, la otra te recuerda una alfombra de piedras, unos seres minúsculos que hace millones de años iniciaron ‘las mil y una noches’ de la vida en la Tierra tal y como la conocemos, eso sí, provocando la extinción masiva de cualquier forma primitiva que no supiese adaptarse al exceso de oxígeno con el que saturaron los mares y, después, inundó la atmósfera.

Gracias a ese ‘milagro’ estamos ahora aquí, disfrutando de lo que Juan Andrés Oria, ingeniero de montes y profesor de la cátedra de micología de la E.T.S. de Ingenierías Agrarias de Palencia, nos lleva contando a lo largo de esta semana tan intensa. Aprovechando la iniciativa de La Gran Bellotada Ibérica, y con la excusa de que el próximo domingo se celebra el Día Internacional de la Educación Ambiental, hemos invitado a todos los centros de nuestra red a sumarse a aquello de que “cosa buena es que nosotros trabajemos, y plantemos para nos y para los que después de nos vinieren.” Y, entretanto, compartiendo con las escuelas la vida que el bosque encierra…

Juan Andés Oria, contando la intrincada red de comunicación que
establecen las micorrizas con pinos y robles, entre otros.
Ejemplares de hongos de la familia Scleroderma, y que popularmente
llamamos 'pedos de lobo', en feliz y mutua asociación con el
madroño, el roble y el pino en el patio del colegio.

Porque pensamos que ‘la interné’ es una cosa muy moderna, pero ríete tú del sistema de comunicación que se traen los micelios de los hongos con las raíces de los árboles para movilizar cosas tan raras como molibdeno de un extremo a otro de un bosque; o las tareas de fumigación a las que se dedican muchas rapaces –a veces, recorriendo kilómetros- para llevar a sus nidos musgo o acículas de pino resinero y mantener a raya a los insectos que, de otro modo, debilitarían a sus aguiluchos. Y nadie sabe cómo estos saberes se han compartido, pero con musgo también se tapizaban antaño los gallineros, y nos contaba Juan Andrés que conoció a un leñador que se curó la herida provocada por un hacha con la resina del pino, que además de antiséptica, es cicatrizante.

Podemos también reírnos de los ‘superalimentos’ si los comparamos con la energía que almacena una bellota, capaz de desarrollar en su primer año de vida raíces de un metro de profundidad. Lo que nos da pie a pensar que cuando paseamos por un encinar o un robledal tenemos ante nuestros ojos una mínima parte de lo que se esconde bajo el bosque, pues cualquier ejemplar maduro puede tener raíces veinticinco veces más grandes que el volumen de su copa. A estos bosques climácicos –las comunidades que alcanzan el mayor grado de equilibrio en un territorio- se adaptaron formas de vida y pastoreo, dando lugar a ecosistemas, o más correctamente, agroecosistemas: una mezcla de paisaje y paisanaje, de relaciones, de oficios y tareas, de producción de alimentos, lana, leña, corcho… sin nombrar la sostenibilidad ni tener idea de economía circular, pero dando queso, pieles, miel y toda una cultura, y con la cultura, historias, y con las historias, palabras.

Palabras que a veces nos gustaría enterrar bajo el bosque, como pelagartal, plantando bellotas…





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