El sábado pasado más de 30.000 personas lo daban todo en las
oposiciones al cuerpo de docentes de educación primaria. Un amigo que, cual
titiritero, ha recorrido nada menos que ocho colegios diferentes en este curso
–huelgan comentarios…- pedía a sus colegas, a través de una de sus redes
sociales, tranquilidad, que hicieran el examen con ilusión y alegría. Si os
sale un tema que os sabéis, “a partirlo”, decía, y si no lo lleváis tan bien
preparado, pensad “qué haríais en el aula: si os imagináis delante de
cualquiera de vuestras clases, seguro que con ese cariño os saldrán cosas
maravillosas.”
No sé cuánta gente siguió su consejo, ni a cuánta le habrá
dado buen resultado, pero coincido en su conclusión: “Si no os sale, no
desesperéis, seguid luchando, porque no siempre aprueba quien más sabe ni
suspende el peor docente. Será un gran día para la educación pública si
hay gente que educa desde el corazón.”
Lastimosamente, el sistema educativo sigue funcionando en
muchos aspectos como uno de esos dispositivos disciplinarios que definió Michel Foucault y que,
lejos de promover la diversidad y la creatividad, están pensados para
‘producir’ individuos lo más homogéneos posible y resultar funcionales a la
sociedad. El otro día, en una reunión de trabajo, alguien defendía la
importancia de pistas y otras instalaciones deportivas –tan
de moda ahora en nuestras ciudades, atestadas de cachivaches a cada palmo-
“porque así la juventud tiene algo mejor que hacer que mirar a las musarañas”. Esta
anécdota me parece un excelente ejemplo de cómo el castigo al cuerpo –ahora
obligado a cultivarse hasta la extenuación- ha sido sustituido, como señalaba
el autor de ‘Vigilar y castigar’, por el castigo al alma.
No sé si algún docente que se quedase en blanco en la
oposición tendría la osadía de decirle al tribunal que le gustaría dedicar una
de sus clases a no hacer nada: no valdría leer, ni dibujar, ni aprovechar para
ponerse al día con tareas atrasadas, simplemente, no hacer absolutamente nada, y
en solitario. ¿Nada? Mirar a las musarañas, estar en Babia, no hacer nada, ser
improductivos, solo contemplar o, simplemente, estar, son actividades inútiles
y, por tanto, sospechosas. Estar en Babia puede ser una invitación a
ensimismarse, a conocerse más profundamente, a asumir nuestros límites, porque
hay experiencias para las que el lenguaje no alcanza; mirar a las musarañas
quizá sea la actividad más hedonista del ser humano, disfrutar del silencio
interior, sentir la respiración, tomar conciencia de su ritmo y, al final,
abrir la puerta al pensamiento.
A lo mejor, si les dejásemos espacio, en lugar de llenar su
vida de actividades programadas y dirigidas, y educásemos con un poco más de
corazón y menos cabeza, les daba por pensar y caían en la cuenta de que la
geografía no va de ríos, montañas ni valles, sino que fue una
disciplina, inicialmente, militar, luego una herramienta colonial y ahora se
proyectan en ella flujos de capital; quién sabe si no acabarían planteándose
porqué llamamos economía a un juego de trileros en el que las ganancias se
basan en mover
cosas de un sitio a otro, solo para generar una falsa sensación de
escasez y poder manipular al alza su precio.
Tal vez, si les entrenásemos más para la pereza y no tanto
para el trabajo, llegasen a la conclusión de que creer que vamos a salvar el
Planeta por renunciar a las pajitas de plástico es una estupidez de calibre solo
comparable a la falta de determinación para abrir el debate sobre qué
jornada laboral nos podemos permitir. Cabe la posibilidad de que si la
educación no se orientase tanto –o no se orientase solo- hacia la empleabilidad,
a medida que fueran creciendo desarrollarían una actitud más crítica y reflexiva,
y se adueñarían más de dudas que de
certezas. Y eso está bien.
En fin, ya está aquí el verano. Y las largas noches
estrelladas. Puede que el mundo ya
no esté en nuestras manos. Pero si os da por
orientar al cielo vuestras dudas para educar desde el corazón, quizá este mapa os de alguna pista. Y
si no encontráis brújula y os perdéis, tampoco pasa nada. Clarice Lispector
decía que perderse también es un camino…
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