Imagen de Agence France Press (tomada de la web) |
Justo cuando me iba a poner a escribir esta primera entrada
postvacacional – mientras todavía oigo los engranajes de mi cerebro cogiendo
ritmo para encarar el último y cortísimo trimestre del curso escolar- me llega la noticia de
que hay quien ve en los atascos una seña de identidad.
Después de recoger el alma, que se te ha caído a los pies (no sabes si por
pena, vergüenza ajena o qué), piensas que ni tan mal va tu mente, y te centras
en lo que hoy tocaba.
Y resulta que la cosa está muy polarizada, así, en general.
Porque mientras hay quienes piensan que defender la salud, restringir el uso
del vehículo privado y crear áreas de emisiones cero en los centros de las
ciudades, dando prioridad al espacio público compartido y fomentando maneras de
moverse menos contaminantes es sinónimo del apocalipsis para el comercio local,
hay quienes toman Londres y lo ponen patas arriba, precisamente, porque todo lo
anterior les parece casi una tibieza ante el estado de ‘emergencia ecológica’.
No queda la cosa aquí: porque tú oyes Tratado de la Carta de la Energía,
y en el actual contexto, piensas que será una cosa buena, que cuando la gente
habla de cooperación transfronteriza será para eso, vaya, que sin renunciar a
la soberanía sobre recursos energéticos se abran líneas de colaboración bajo
principios de equidad, solidaridad, sostenibilidad. Pero qué va, que los
lobbies de la industria energética se han organizado y pueden demandar a los
Estados cuando a consecuencia de medidas legislativas adoptadas por estos vean
sus ‘legítimas expectativas’ perjudicadas. Traducción: según este informe elaborado por Ecologistas en Acción, las demandas ya
ganadas contra España representan 687 millones de euros, lo que equivale a la
mitad del presupuesto destinado a desarrollo rural, es casi lo que se invierte
en Cultura y Educación, y supone el doble de lo que se dedica a incentivar el
acceso a la vivienda. Y este es el montante de solo siete de las 48 demandas
interpuestas…
Y mira que te acabas haciendo un lío, porque la jácara y publicidad
que se le da al coche
eléctrico –ese moderno vellocino de oro que va a solucionar los
problemas de polución de las grandes ciudades y cubrir nuestras necesidades de
transporte- siempre te ha chirriado y, mira por dónde, te empiezan a encajar
las piezas: porque no es ya que no tengamos infraestructura suficiente para
hacer la transición hacia ese modelo de movilidad eléctrica, es más bien si
nos lo podemos permitir.
Por el otro lado vemos que, de un tiempo a esta parte, el diésel
y los coches que se mueven con él, son el enemigo a batir. Pero eso, solo turismos,
vehículos ligeros, utilitarios privados, vaya. En 2016, las emisiones de CO2
derivadas del transporte de mercancías superaron por primera vez en Estados
Unidos a las de las centrales energéticas. Al parecer, esto se debe a un nuevo
fenómeno, fruto de nuestros hábitos de consumo, y que en el argot de la
logística recibe el nombre de ‘la
última milla’. El tramo que, hace no tanto, la gente cubría
caminando, dándose un paseo hasta un establecimiento, tienda, comercio local,
ahora lo cubren millones de furgonetas y camiones en todo el mundo que –en lo
que parece ser el colmo de la evolución civilizatoria- entregan en menos de 24
horas cualquier pedido.
Pues bien, parece que esta mecánica, además de hacer que un
tal Jeff Bezos se forre de forma grotesca a costa de sus working poor
(su sueldo es 1,2 millones de veces más alto que el de la media de su
plantilla), que allá donde se instala un almacén de su compañía caen en picado
los sueldos del gremio, que (sin datos) me atrevería a decir que este tipo de
plataforma hace más daño al comercio local que siete grandes superficies, pues bien, parece que, además,
la huella ecológica de esta entrega a domicilio tampoco nos la podemos, o
debiéramos, permitir.
El pasado 22 de abril se celebró el Día de la Tierra, fecha
que eligió el movimiento Fridays
for Future-Juventud por el Clima para lanzar una carta abierta a la
ciudadanía, en general, y a la clase política, en particular. Quizá sean muy
jóvenes, pero son perfectamente conscientes de que el tiempo se agota y que las
decisiones que se tomen a corto plazo serán determinantes para el futuro. La
ingenuidad no es su pecado de juventud: no están pidiendo, están exigiendo; no
se creen soluciones simples ni promesas baratas. Han visto, a cara de perro,
cómo funciona el mundo, y nos escupen su vergüenza a la cara:
“No comprendemos que ardan catedrales y se escandalice la
sociedad entera, nuestra casa está en llamas y nadie reacciona…”
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