“Y como otros
plantaron para nos, y gozamos de su trabajo, cosa buena es que nosotros
trabajemos,
y plantemos para nos y para los que después de nos vinieren.”
Alonso de Herrera, Agricultura General, 1513
El árbol de la vida, Gustav Klimt. |
No sé si estamos todo el mundo al corriente de que esto del
cambio climático, como la suerte, va por barrios. Y mirad por dónde, a toda el
área mediterránea, en general, y a España, en particular, le ha tocado la
china: somos una de las zonas del Planeta más
vulnerables a sus efectos. A la Wkipedia ni le ha dado tiempo a
actualizar su entrada sobre el ‘acqua alta’, el fenómeno de mareas
altas que periódicamente inunda la Laguna de Venecia y que la semana pasada
alcanzó su máximo histórico, con 187 cm de agua por encima del nivel normal y
el 96% de la ciudad anegada. Pero, más allá del dato extraordinario, lo
importante es la tendencia: en el último medio siglo el fenómeno ha pasado de
tener una frecuencia de menos de 10 veces a repetirse más de 60 al año.
El 70% de la Península Ibérica está en riesgo de desertificación,
una cosa que va mucho más allá de las olas de calor o de la pérdida de bosques,
sino de la desaparición de esa parte esencial del bioma de la Tierra en la que
pocas veces reparamos: el suelo. Para paliar esos efectos tenemos una herramienta
natural, especialmente adaptada a las duras condiciones del clima mediterráneo,
ya sabéis, aquello de inviernos fríos y largos, y veranos extremos: la bellota.
La Gran
Bellotada Ibérica, una iniciativa de la sociedad civil, ha lanzado
el reto de plantar 25 millones de estas semillas, y uno de nuestros colegios, Las
Rozas, de Guardo, ya se ha sumado. Se han puesto en contacto con
otras organizaciones del entorno, desde el club de montaña a la asociación micológica,
sin olvidarse de las familias, y a finales de octubre se fueron de recolección.
Según me cuentan, tienen miles de bellotas en cuarentena, y ahora les falta
salir a sembrarlas, lo que tienen planeado hacer en Monte Corcos y en Muñeca de
la Peña, por la carga simbólica del emplazamiento, un desmonte por el que la empresa
UMINSA ya fue sancionada por incumplimiento de las medidas protectoras de la declaración
de impacto ambiental de una mina a cielo abierto, y años después parece estar haciéndose
la ‘sueca’ para aplicar las medidas de restauración. Eso sí, seguro que subvenciones
de planes de reconversión minera se habrá llevado unas cuantas…
Acción ciudadana frente
a agenda política
En 2017, Christiana Figueres, quien fuera secretaria de la
Convención de Naciones Unidas para el Cambio Climático, publicó una carta en la revista Nature –junto con otras personas del ámbito
científico y diplomático- para alertar de que nos quedaban tres años para
salvar el clima, vamos, que como diríamos en inglés estamos on time. Pero me atrevo a remedar el
título del artículo porque al clima no hace falta salvarle: somos los seres
humanos quienes debemos, como dice Vandana Shiva, cuidar del hogar que
habitamos si queremos salvarnos.
En unas semanas España será la anfitriona de la COP25,
o sea, la Conferencia de las Partes, o sea, dentro de la Convención, quien toma
decisiones. Y parece que desde el Acuerdo de París, en 2015, los avances son más bien escasos:
que si mucha transparencia, pero los objetivos firmados no son legalmente
vinculantes; que si mucha responsabilidad, pero más para ver oportunidades de
inversión en terceros países que para remediar los desastres derivados; que si
es tiempo de actuar, pero lo de reducir las emisiones, si eso, ya veremos,
porque no hay porcentajes ni plazos para alcanzarlos.
Así que, curiosamente, parece que en este asunto, como en
tantos otros, va a tener que ser la sociedad civil la que de una lección, y la
batalla. Si esta conferencia se celebra en España es porque su presidencia,
Chile, ha tenido tal convulsión interna que hasta se ha conseguido un plebiscito para cambiar la Constitución…
¡con lo que acá nos cuesta solo cumplirla! Y sí, tendremos que ser la gente, la
ciudadanía, tú, yo y todas las demás quienes adoptemos una actitud adulta y
responsable, lejos del optimismo infantilizado que impera en estos tiempos.
Yates y barcos de papel
Ayer, acabada la comisión ambiental en un colegio, se me
acercó un adolescente y me dijo que, claro, todas las soluciones traen sus
nuevos problemas, porque “mira tú lo del coche eléctrico… ¿de dónde vamos a
sacar tanta batería de litio?”
Inmediatamente, le pregunté si estaba al corriente de lo que pasaba en Bolivia
–y dudo por su cara que supiera ni colocarla en el mapa-, pero me encantó que
un chaval tan joven pusiera en tela de juicio el epítome de ese pensamiento positivo
tardocapitalista: el coche eléctrico.
Para hablar de cambio climático se suele aludir mucho a ese
símil que nos coloca como especie humana a bordo de un mismo barco, y a partir
del cual los
nuevos gurús apelan a la agenda (y agencia) humana, o sea, al tú
puedes, a sé el cambio que esperas ver en el mundo, y vainas de este pelo, en definitiva,
al cambio individual. Cautela. Eso de que los cambios empiezan por lo personal
está muy bien, es una idea bonita, pero no es lo mismo viajar en yate que en un barco de papel, de hecho, ya hay barcos que se están hundiendo,
no hace falta más que mirar hacia quienes ya están dejando su casa, sus países,
debido a fenómenos extremos, al expolio de sus territorios, a la falta de oportunidades...
Cuando se apela a la libre elección individual para cambiar
nuestros hábitos –consumir energía renovable, vivir sin coche, no viajar en
avión, evitar la carne- se está obviando que la gran mayoría de las personas más
vulnerables por los efectos del cambio climático seguramente no tengan coche, la
carne no sea habitual en su dieta y si han viajado, seguramente, lo hayan hecho
en patera… ¿dónde está su libre albedrío? Responsabilizarnos de nuestras
acciones y cambiar consecuentemente nuestros hábitos es una idea muy buena,
pero que no nos impida ver la desigualdad social y racial que se cruza con el
cambio climático. Ni reconocer que los desafíos a los que nos enfrentamos se tienen
que construir en la esfera política: porque solo políticamente se puede poner
freno a los yates de lujo y proteger a quienes viajan en barcos de papel, o mejor aún, se
puede plantear la osadía de viajar todo el mundo en velero.
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