Es época de debate y aprobación de presupuestos, esa
herramienta que marca realmente el cariz liberal o social de los Gobiernos. Si
en casa preferimos irnos de crucero a emplear nuestros ahorros en la ortodoncia
que necesita cualquier miembro de la familia, estamos optando –quizá sin ser
conscientes- por un modelo turístico tan invasivo como cualquier otra
industria, frente a invertir en algo tan básico como la salud.
Según un reciente informe de la ONG Justicia Alimentaria, en
nuestro país un 45% de la población no puede permitirse una dieta básica
saludable. En los últimos veinte años –en
paralelo a ritmos de vida cada vez más acelerados- ha cambiado
radicalmente el modelo de consumo, pasando a ser un 70% de lo que comemos
alimentos procesados, con altos valores de grasas saturadas, azúcar y sal.
Mientras esos alimentos son, en líneas generales, más baratos que en 1990, las
frutas son un 66% más caras ahora que en 2006, una subida que triplica el alza
general de precios.
En uno de los colegios de nuestra red, la directora me habló
del número de niños y niñas que padecen diabetes o tienen altos niveles de
colesterol. Haciendo un rápido cálculo mental, me salía un porcentaje cercano
al 12%. Esta epidemia se está dando en todo el mundo, porque de igual manera
que en nuestro entorno es más barato un bollo industrial sobreempaquetado que
una pieza de fruta, en otros lugares sale más a cuenta comprar un refresco de
cola azucarado que una botella de agua. En distintos rincones del mundo
se repiten escenas similares: las empresas privadas de agua se ubican en las
inmediaciones de un acuífero –explotándolo sin ningún pudor para su
lucro- y, en ocasiones, comparten espacio con las embotelladoras de bebidas y refrescos
que inundarán el mercado a precios inigualables.
Lo dramático de este asunto es que esconde un problema de
clase, origen, etnia, vulnerabilidad o como queramos llamarlo: o dicho de otra
forma, la alimentación insana afecta a las familias con rentas más bajas, a
comunidades rurales, pueblos indígenas… vaya, a la gente empobrecida por un
sistema que, para colmo, les está enfermando.
¿A qué viene todo esto? –os estaréis preguntando-. ¿Y qué
tiene que ver con los presupuestos? Pues, porque por más que insistamos en educación
–para lo que queramos, para la sostenibilidad, para la salud, para la
ciudadanía global…-, investiguemos sobre las implicaciones ambientales del
consumo, reflexionemos sobre la relación del medio ambiente y la salud, y
sepamos pintar una pirámide nutricional de ensueño, habrá familias que solo puedan verla así, o sea, a modo de póster.
Por eso, la misma ONG acaba de lanzar una campaña para solicitar
que en España –donde apenas hay diferencia entre el IVA de frutas, legumbres o
pescado, y el de comida y bebidas procesadas- se reduzca al 0% la carga
impositiva de los alimentos saludables y se eleve al 21% el de los productos
insanos. Que educar está bien, pero si va de la mano de una buena fiscalidad,
la cosa está todavía mejor…
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