“Paradójicamente, en la escuela tienen éxito quienes no la
necesitan.” Esta perogrullada no la digo yo, sino Francesco Tonucci –al que he
traído más veces a colación y esta no será la última- para hacer hincapié en el
hecho de que un lugar que debiera contribuir a limar las desigualdades, por el
contrario, muchas veces acentúa las diferencias.
Al parecer, esto tiene mucho que ver con lo que se entiende
por inteligencia y se valora académicamente, de manera que se prima la mente lógica
–ser capaz de ordenar fechas y datos- y pasan a un segundo plano disciplinas
artísticas, como la música o la danza. Con la llegada de las nuevas
tecnologías, las habilidades prácticas han subido en el escalafón, pero traen
un efecto colateral llamativo: cada vez se utilizan menos las herramientas
culturales más básicas de las que nos dota la escuela, la lectura y la
escritura.
Adaptar los centros educativos a los ritmos de cada escolar,
tiempo libre, espacios de juego, dejar que se aburran, salir a la naturaleza en
lugar de encerrarla entre cuatro paredes… son cosas que suenan muy bien, pero
que parecen casar poco con calendarios, fechas, exámenes y con los programas
oficiales de cada asignatura.
En esta entrevista a Ken
Robinson, el gurú de la innovación educativa, la periodista le plantea
qué se puede hacer para que esa innovación no se convierta, precisamente, en
una brecha más hacia la desigualdad. Además de de dejar buena parte del peso
sobre los hombros docentes –según él, la educación tiene más que ver con los
hábitos que con la legislación, afirmación que podemos compartir- no da una
respuesta convincente o, al menos, obvia el problema estructural de la falta de
medios y herramientas en el sistema educativo para atender, no ya las
desigualdades, sino tan siquiera la diversidad.
Me parece muy oportuna la pregunta, sobre todo, después de
leer reportajes como este, en el que todos los ejemplos –salvo un CRA- se refieren
a iniciativas
privadas que, más allá del atractivo de sus propuestas y de los
buenos resultados, quedan fuera del alcance de la mayoría de familias. Es más,
quizá oigamos pedagogía ‘Waldorf’ o ‘Montessori’ y lo asociemos automáticamente
a centros, sino de excelencia
donde se forman las élites, sí a grupos de familias que enfocan la educación de su
tribu como una elección personal y un asunto privado y privativo.
Ahora la perogrullada sí que la voy a soltar yo, pero de la
mano de una poeta que representa lo que vengo a defender y ella misma esgrime. María
Sánchez es en realidad veterinaria y el año pasado ha publicado un poemario
titulado ‘Cuaderno
de campo’, del que se me ocurren muchas cosas, pero sobre todo, que
es necesario. Su abuelo también era veterinario y, por lo visto, un día
rebuscando en su despacho dio con un libro de bioquímica en el que cada
capítulo arrancaba con una cita de Shakespeare, ante lo que se preguntó en qué
momento nos habían metido en la cabeza aquello de ‘yo es que soy de letras, yo
es que soy de ciencias’, quién demonios dejó de ver que ambas maneras de acercarse
y entender el mundo podían –y debían- ir de la mano. Si así fuese, seguramente,
tendríamos menos excusas –y miedos- para evitar lo que desconocemos.
Jorge Drexler es médico otorrino, y aunque ejerció algún
tiempo en su Uruguay natal, hace años que se
dedica profesionalmente a la música.
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