viernes, 22 de febrero de 2019

La primera forma de viajar




El bipedalismo, con sus innumerables ventajas –liberar las manos para cargar, fabricar herramientas, crear y manipular objetos…-, junto a nuestro maravilloso pulgar oponible y la capacidad de procesar información, gracias a un cerebro altamente desarrollado, es lo que seguramente nos caracteriza como eso que llamamos humanos.

En 1862, Henry David Thoreau, el padre de la desobediencia civil, escribió su ensayo ‘Caminar’, en el que enfatiza este acto casi como una cruzada personal. Para él, caminar no es dar un paseo, salir a tomar el fresco ni tiene nada que ver con lo que suele entenderse –y tan mainstream en estos tiempos- como hacer ejercicio. A quien no se fiaba de ningún pensamiento que no le hubiera surgido tras largas horas de caminata, le horrorizaba la capacidad de resistencia de quienes trabajaban todo el día en sus talleres, semanas y meses de continuo cautiverio. No imaginaba, supongo, los siglos de sedentarismo que vendrían por delante.

Coche, televisión, ordenador, son artilugios que han cambiado nuestros hábitos personales, junto con trabajos cada vez menos físicos y confinados a espacios cerrados: si levantara la cabeza, al bueno de Thoreau le daría un pasmo. Pero lo peor de esta situación, de la que quizá la gente adulta no pueda o sepa sustraerse, es que ‘rapta’ a otros colectivos que tienen menos capacidad de decisión. Niños y niñas salen de sus casas todos los días, bajan por un ascensor hasta el garaje, se montan en un coche y son depositados a la puerta del colegio hasta que, transcurrida la jornada lectiva, se vuelvan a montar en un coche y les devuelvan a casa.

Puede parecer exagerado, pero la mayoría de escolares ni siquiera se pegan la primera caminata del día hasta su colegio. Es cierto que con ciudades ‘asilvestradas’ por, y para, el automóvil, cada día es más complicado y, con esa mezcla de peligro e inseguridad, e itinerarios que quizá ofrezcan pocos atractivos, pareciera que tampoco se pierde nada por ahorrarse ese paseo. Pero se pierde mucho. 

Caminar es la forma más primitiva de ir lejos, es como respirar cuando dormimos, o beber agua para no morir. Es dibujar mapas con nuestros pasos, es construir tus senderos y diseñar tus espacios. Es pensar al ritmo del camino, un ritmo lento, tan necesario en esta era de la aceleración. Es deambular para perderse y encontrarse. Es ser cuerpo en cada paso, y luego otro, y otro más. Es probar los límites entre mapas y territorios. Es hacerse territorio. Es improductivo e inútil. ¿O no? Es conocerse, como la gran Virginia Woolf que, según cuentan, una tarde salió a caminar por Londres para comprar un lápiz y volvió a casa siendo otra persona.

¿Le estamos robando todo esto a la infancia? A lo mejor todavía estamos a tiempo. Y con iniciativas como el diseño de caminos escolares quizá les podamos recordar a Lucy, nuestra primera madre, caminando torpemente erguida por la sabana africana; o les animemos a leer a Rebecca Solnit, para que niñas y adolescentes le den a este ejercicio de libertad la importancia que merece, sobre todo si pensamos que durante demasiado tiempo les estuvo vetado caminar solas, si no querían ser identificadas como prostitutas, y en la actualidad el control social, cuando no el miedo a una violación, sigue marcando las horas y los pasos que dan; y puede que, en el mejor de los casos, despertemos la inquietud de senderistas literarias, filósofos errabundos, intrépidas alpinistas o viajeros hedonistas.

En Baltanás los peques están descubriendo el arte de caminar y le han pedido al Ayuntamiento un mapa grande del municipio para marcar las rutas que les lleven al colegio. En Baltanás están empezando su primer viaje, se están haciendo cuerpo, mapa y territorio...




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